En estos tiempos
la música, como muchas otras cosas, le parece a las personas opaca, vacía, si
su sonido no está mediado por la electricidad. Las bondades de la acústica
natural son despreciadas a cambio del “sonido”, como se llama habitualmente al
conjunto de equipos que “amplifican” cualquier música. Sólo ese sonido
artificialmente brillante, inhumanamente fuerte, logra conmover al auditorio.
Aquellos que tocan o cantan sin él son considerados como un actor sin vestuario, meros
aficionados. Entonces es la tecnología la que convierte a alguien que toca un
instrumento en un músico.
Por otro lado, la amplificación y sus complejos cableados separan al público del músico: este último es el que tiene el monopolio del sonido. Nadie puede comenzar a participar espontáneamente de la música.
Por otro lado, la amplificación y sus complejos cableados separan al público del músico: este último es el que tiene el monopolio del sonido. Nadie puede comenzar a participar espontáneamente de la música.
Pero no todo son enchufes bajo el
sol. Aún existen músicas en las que no hay escenario, en las que los que oyen
(y a veces cantan y tocan y bailan) acomodan sus oídos a los volúmenes como si
siguieran una danza. Ahora más leve, ahora con entusiasmo, ahora con estrépito.
Unos metros más atrás de los oyentes algunas personas conversan sin tener que
destruir sus gargantas para conseguir oirse. Como no precisa de ninguna
mediación, esta música puede acontecer en cualquier lugar: detrás de un almacén
en Perú un joven toca el arpa, en el patio de una casa de Buenos Aires un viejo
toca el acordeón, en una esquina de Hungría un señor toca el violín, bailando
cuesta arriba, saxos, trombones y tambores animan cualquier calle de La Paz en una procesión, mientras
algunos sufís giran, cientos de otros hacen música con su respiración en un
monasterio secreto de Turquía, en los montes del País Vasco o en los cerros de la Puna los agudos quejidos de
los instrumentos de viento y las voces son lanzados al aire, al vacío.
El cuerpo que toca juega a sentir
los sonidos que produce, los otros lo perciben como magia, como una
transformación azarosa y milagrosa de la realidad. La música existe aún dentro
de las mentes, inclusive de los que perdieron la audición. En todos aquellos
que tararean una melodía, que cantan, que juegan con los sonidos de sus pasos.
Y también están los músicos que hacen posible la música como fiesta, como
danza, como ritual, que hacen posible el goce de escuchar. El rol del
espectador no tiene porque ser pasivo. Es como quien está oliendo una flor,
como aquel que está trabajando en dejarse sentir.
La percepción del sonido cambia de
una cultura a otra. Nosotros somos de algún modo daltónicos para las músicas no
occidentales, vemos menos, escuchamos menos. A pesar de esta aparente
deficiencia, con un pequeño esfuerzo, con atención, con paciencia, se vuelve
fácil sentir nuevos sonidos, escalas diferentes a las nuestras, ritmos impares,
otros cantos. Ni siquiera se necesita entender lo que se está cantando, la
música que sale de lo profundo, que tiene una intención pura, distinta a la que
nosotros nos hemos acostumbrado, suelta un aroma especial, transforma la
realidad de una manera sutil e imperceptible para quien observa desde el
exterior, no así para aquel que lo está experimentando, que entra en un estado
de ensueño, que comienza a escuchar no sólo con sus oídos sino con un cierto
sentido extra y se sumerge en los fondos de aguas desconocidas donde encuentra
otro ecosistema, otras relaciones, otra comunicación. Se pierde, y allí,
extrañamente se encuentra a sí mismo, nuevo, limpio, perfumado, extasiado.
Acercarse a lo diferente, moverse
hacia lo desconocido, allí es donde se produce una fuerza que choca con nuestra
indentidad, nuestras costumbres, nuestras creencias y nuestros valores, y nos
genera preguntas nunca antes hechas, produce un impulso energético mas allá de
nuestro pequeño mundo cotidiano.
Una noche de calor,
un mediodia de sol radiante,
Rio de Janeiro, Febrero 2011
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