I-Una constelación de escenas de libros
aparecen ante la pantalla en blanco. Podría hablar (o sea escribir), en un
lenguaje que no tengo, del descubrimiento de
la lectura silenciosa, del amor y el odio hacia los árboles, de cómo la
escuela ve el libro como un medio y presta más atención a disecar la caligrafía
que a lograr que los niños sientan la vibración de la poesía, en su
indecibilidad y conmoción, de la nostalgia de la oralidad y del relato junto al
fuego, de la comunidad silenciosa de las bibliotecas, de mi biografía de
lectora, que comienza con la voz de mi mamá leyendo cuentos en la hora de la
siesta, con un libro sobre mariposas y con otro fotocopiado con nuestros poemas
que tratamos sin éxito de vender en el colegio y termina en un libro de viajes
que acarreo por siempre en estado de espera y varios años de padecimiento y
goce en la universidad, del audiolibro, en el que la tecnología vuelve para
atrás y nos da una palabra zombi, mitad muerta mitad viva, de un objeto que puede trasportarse, ajearse,
coleccionarse, quemarse…