Cuando comencé primer grado, mi bisabuela dijo
que ella no sabía leer. En verdad me dijo que había podido ir solo hasta tercer
año en sus tiempos, y que mucho no recordaba. Los viernes por la tarde, cuando
iba a su casa, me pedía que le enseñe su lección. Había comprado un cuaderno y
unos lápices especiales. Los sacaba con orden, como repitiendo algún viejo
ritual. Yo, que por las mañanas era alumna, ahora era maestra. Pero no era
simplemente un juego, mi alumna era una persona grande y por ello todo estaba
revestido de una seriedad exquisita.