Parecía como si Rivera contuviera dos mundos. Por un lado el reino sin tiempo del
departamento, situado espiritual o lingüísticamente (que es lo mismo) en
Uruguay. Allí pasaba las horas de la noche y del descanso. Por otro lado estaba
la calle en donde exploraba sin rumbo la vida en la frontera, la voluptuosidad
del verano brasilero.
Cuando el lunes por la mañana volví mi cama al modo sofá, terminé de
limpiar los restos del desayuno y me hice con las llaves, a penas contenía la
emoción de la aventura. Sentía esa especie de gracia viajera, la llamada ansiosa
de la ciudad.
Afuera estaba la calle. Las primeras impresiones me invaden de repente. Cada
vereda tiene alma de plaza. Música, ruido, personas: en todos lados hay un aire
de feria. La gente era diversa: cientos de caras y cuerpos, decenas de colores.
Los negocios, como en todo Brasil, no tienen más puertas que sus persianas
abiertas y de ellos escapa la música y los pregones de los locutores de
ofertas. Los lanches venden coixinhas y guaraná y la gente come afuera, conversando en
las mesas en las plazas. Las palmeras son el “árbol” favorito y señorean
elegantes todas las veredas. Mirando al
horizonte se ven algunos morros llenos de verde. Todo está abierto, todo está
vivo, todo es alegre y animado.
Lo primero que hice fue buscar el correo. Estando en la frontera tenía
la tentación de hacer un experimento: iba a mandar una postal a casa el mismo
día desde cada país y ver cuál llegaba antes. En Brasil el correo estaba
abierto todo el día y era muy barato, en Uruguay me dijeron que si mandaba una
carta simple (que en sí misma costaba una pequeña fortuna) no iba a llegar a
destino. Concluido el experimento, me dejé perder camino de la frontera.
Todo el mundo dice que Santana do Livramento y Rivera son ciudades
hermanas, y llaman a su límite “la más hermana de las fronteras del mundo” o
“la frontera de la paz”. Valdría decir que son en realidad dos siamesas unidas
por un cordón central. Lo que divide o une ambos países no es un río sino una
plaza con muchas palmeras y dos banderas, el Parque Internacional, orgullo de
la ciudad. De un lado, Brasil con sus tiendas económicas, sus colores y su
bella algarabía desordenada. Del otro los elegantes freeshops de Uruguay en donde los brasileros se abastecían de
perfume, chocolate y alcohol. En el centro tiene lugar una pequeña feria de
artesanos que vende mates, artesanías en cuero, facas y banderas de la revolución farroupilha. Sobre una calle lateral se encuentran los puestitos
legalizados de los contrabandistas. Si la frontera es una línea con una
barrera, no la hay. Pero detrás de la fachada de hermandad binacional los
nombres de las calles cuentan otra historia: en cada país eligen bautizar sus
aceras con los apellidos de los más ilustres combatientes contra las tropas del
país vecino y en casos de confrontaciones futboleras, la frontera se cierra
para evitar el vandalismo de las hinchadas.
Yo disfrutaba de pasearme por las calles mirando a los gaúchos con sus botas de cuero pasar al
lado de coloridas mulatas y de mujeres de velo y túnicas negras, me alegraba
ante los pocos cuadros que ofrecía el museo local, sonreía al ver el cartel en
portugués en la iglesia uruguaya, al encontrar impensadas escaleras bordeadas
de mato y al zambullirme en los supermercados en busca del kilo de mango más
barato del mundo. Rivera y Sant`ana eran toda luz, incluso cuando un chaparrón
insurrecto abrazaba el asfalto con su estela de agua fresca, y no me cansaba de
caminar. Estaba enamorada de Brasil y también de viajar, de la adrenalina de
las ciudades nuevas y de la cantidad impresionante de vida que entra apretujada
en un solo día de viaje. Y andaba así, sumergida en el azar de la jornada
cuando recordé que en Sant`ana había una mezquita y decidí visitarla.
Sin duda lo mejor fue encontrarla cerrada y tener que recurrir al
consejo que el día anterior me había dado Nicirin de buscar a una de sus amigas
en el hotel de al lado. Cuando golpeé la puerta y vi a una señora con túnica y
velo supe que estaba en el lugar correcto. Pregunté por la mezquita y sin
conocerme me invitó a pasar, me dio un vaso de agua fresca y se sentó conmigo a
conversar. Ella había dejado su Palestina natal rumbo a América
junto a su marido. En estas tierras tuvieron sus hijas y luego sus nietos.
Hanan, la mayor, vivía en uno de los pisos del hotel y bajó a conocerme.
Preparó café y estuvimos conversando durante tanto tiempo que compartimos
juntas el almuerzo. Aquel era mi segundo día de viaje y el segundo también en
el que una musulmana desconocida me invitaba a comer. Todo fluía de tal forma
que tenía que recordarme a mí misma que yo no era de allí, que no pertenecía a
esa ciudad ni conocía a aquellas personas de toda la vida. Porque aquellas
personas en esas tierras que quién sabe si un día volvería a pisar me hacían
sentir como en casa y pronto se anidaban en mi corazón como amigos de siempre.
Hanan me invitó a una reunión a la mezquita esa tarde y no dudé en ir.
Pasé un rato a descansar por la casa de los Fernandos sonriendo por mi suerte:
menos de 24 horas y ya tenía una cita. Aquella tarde la puerta de la mezquita
estaba abierta y me sorprendí al encontrar más de 20 mujeres que se esforzaban
por comprender el árabe del predicador. Cuando la charla terminó me encontraba
al lado de una mujer cálida y sonriente que quiso saber de mí. Era Mila, la
hermana de Hanan. Poco después ya éramos amigas y coordinamos un encuentro para
el día siguiente. Según los cálculos, aquel día tenía que irme, pero ¿qué queda
de un viaje si no hay lugar para lo espontáneo y desconocido? Aquella noche,
antes de dormir, miraba mi suerte con los ojos cerrados. Recién llegaba y ya
tenía un puñado de amigos en la ciudad, nada mal.
Al día siguiente, cuando nos encontramos en la puerta del hotel con
Mila, nos saludamos con el cariño sincero de viejas amigas. A su lado estaba su
madre para obsequiarme con más regalos. Todas las mujeres que se cruzaban en mi
camino me mostraban una solidaridad inesperada y me trataban con afecto, todas
me regalaban algo. Mila había venido con sus dos hijas, y con dos otras
musulmanas, Laila y Silvia, una joven uruguaya. El destino de nuestra alegre
reunión no podía haber sido mejor. Entramos a la heladería y nos servimos
cuanto quisimos y luego nos sentamos a conversar en un salón amarillo con las
paredes llenas al completo de graffities improvisados.
El lugar tenía algo de punk de
escuela secundaria y hacía un divertido contraste con las túnicas negras de mis
amigas, que lejos de escandalizarse por las pintadas lamentaban no tener
nosotras unas fibras para dejar también nuestros nombres escritos. Toda la
escena se burlaba de aquel estúpido prejuicio de la mujer sometida. Nos
divertimos conversando por algunas horas hasta que llegó el momento de la
despedida. Nos abrazamos felices de habernos conocido y algo tristes por ya
tener que separarnos y les agradecí a todas su compañía, su alegría, su
solidaridad y sobre todo su amistad y nos separamos en la puerta de la que
entonces era mi casa. Al día siguiente mis pasos se alejarían de la frontera
para encaminarse hacia la última escala de mi breve viaje: Tacuarembó, el interior
profundo del Uruguay.
Hey, ¡qué interesante "peregrinación", Pensadora! No puedo creer que no hubieras dicho que eras de Mardel, de hecho estuve tres veces en Argentina después de Nueva Zelanda. La próxima que esté en Mardel sería un honor compartir un té y charlar de Letras (?). ¡Abrazo y vamo' arriba!
ResponderEliminarHola!! gracias por escribir y perdón por la tardanza de la respuesta!! Claro que sí, cuando estemos en mardel nos encontramos, sino será por otros rumbos. Te dejo el facebook para contacto más veloz (espero) https://www.facebook.com/pages/Pensadora/1402347613335346?sk=info&tab=page_info y te invito a mi nuevo blog más "peregrinativo" carvansaray.wordpress.com Un abrazo y hasta pronto!!
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