martes, 7 de febrero de 2012

Invisible pour les yeux

       ¿Qué es un objeto? ¿Qué lo constituye como tal? Sin intentar ahondar en más filosofías ni semióticas que las del cangrejo Sebastián cuando le afirmó a la azorada Ariel que un tenedor en un barco era un peine en las profundidades del mar, postulo que las cámaras de fotos se han vuelto otras, no son las mismas que hace veinte años atrás.
      No me refiero al paso de lo analógico a lo digital, aunque no deje de tener nostalgia por el mundo de la mecánica. Guardo un pequeño y rojo librito inglés publicado entre guerras que enseña en menos de cien páginas todo lo que había que conocer. Desde poesía hasta trenes. En ese entonces, la “cultura” englobaba un saber que se extendía a todas áreas. El colegial lector de mi barata enciclopedia sentía que con ella podría reconstruir el mundo porque comprendía el funcionamiento de sus engranajes, porque todo era visible. De más está decir que los saberes se han diseminado, especializado, sofisticado, y no entra ya el compendio del mundo en un libro de 200 páginas. Afortunadamente, si este mundo se derrumba, ya no podremos rearmarlo.
        Hace más de un año, vi una película en la que una mujer golpeada de un pueblo pequeño de Suecia o Dinamarca, compraba su primer cámara de fotos. Cuando la hija de su vecina murió tras haber caído en el hielo, la madre desconsolada llamó a la fotógrafa para pedirle un favor un tanto impúdico, un tanto obsceno: que fotografíe a su hija muerta. “De otro modo, su rostro se irá borrando con el tiempo, hasta que ya no podré recordarlo”, parecía decir la vecina de luto.
        Si bien en mi infancia nunca asistí a la sesión de fotos de un cadáver, la forma en la que usábamos la cámara no era muy distinta. Inmortalizaba” momentos, o mejor dicho, eventos. La aparición de la cámara era un evento en sí. Cuando se la quitaba de su funda, cuando mi madre la desenvainaba, comenzaba el ritual. Como todo rito, este tenía sus agentes fijos, sus códigos, sus palabras sacralizadas. De alguna forma, queriendo conservar para siempre la vida, estábamos imitando a los muertos. También lo hacíamos al someternos a la pose estática, al silencio que duraba hasta que nuestro chamán (aquella que había ya superado su ego y no quería aparecer en la imagen) recitaba un abracadabra de palabras terminadas con “i” que  nosotros, sin romper el orden, imitábamos religiosamente.
       Los elementos rituales no acababan allí. No hace falta explicar la “magia” por la cual aquel segundo se convertía en una imagen en papel en aquel lugar secreto y misterioso, cuyo nombre es por esencia poético. Ese “cuarto oscuro” no era tedioso y aburrido como su homónimo en el que la gente votaba cada año fingiendo que elegía. El “cuarto oscuro” de la fotografía era para mí un templo, una caverna, un útero donde sucedía la alquimia.
       Llegaba luego el día de ir a buscar las fotos ya olvidadas a la tienda, y de apresurarse a abrir el sobre en el camino a casa. Me sorprendía al ver cómo la realidad coincidía con la representación, como difería de ella.
      Con el tiempo, esas imágenes poblarían paredes descascaradas con sus marcos, o se amontonarían dentro de las arcas siempre rebosantes de misceláneas familiares. Y ese era su objetivo, su destino: aquellas imágenes habían sido tomadas para ser revisitadas, aquel ritual de su nacimiento no había sido más que una merced, un gesto, una gracia, una mueca hacia las generaciones venideras, hacia las nosotras del futuro, hacia la historia por venir.
      Desde ese entonces, las cámaras de fotos han cambiado. Deberían quizás tener otro nombre, puesto que son otros objetos.
     Las cámaras de hoy fotografían el instante para el instante. No prolongan la vida, no constituyen un linaje, sino que hacen aparecer, hacen “existir”, corroboran la existencia de un sujeto en el minuto en el que fue fotografiado, ante los ojos lejanos de las que lo ven, mediado por una pantalla.
     Los antiguos solían ver la relación entre el robo del alma y la captura del instante por el diafragma. En una sociedad predominantemente oral, la imagen era tabú. En la nuestra, devino fetiche.
    A falta de rituales comunes, cualquier momento es convertido en evento. La imagen selecciona y construye aquello que debe ser recordado, jerarquiza la materia de los días. Modela los cuerpos a través de la pose. La cámara analógica trabajaba diacrónicamente, gestando un porvenir.  Las imágenes digitales tienen como objetivo expandirnos diacrónicamente, multiplicar el instante en el instante mismo.
    Me gusta ver antiguas fotografías etnográficas. Quienes posan en ellas, hombres y mujeres comunes, parecen tener más alma que nosotros. Parecen luchar con la cámara, como si fuesen conscientes de que esa batalla es única, que no hay segunda foto si no les gustó la toma. Tal actitud ha desaparecido. Ese fuego interpelante en la mirada está casi extinto en las fotos actuales. Sobrevive clandestino en la vida.

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