Parecía como si Rivera contuviera dos mundos. Por un lado el reino sin tiempo del
departamento, situado espiritual o lingüísticamente (que es lo mismo) en
Uruguay. Allí pasaba las horas de la noche y del descanso. Por otro lado estaba
la calle en donde exploraba sin rumbo la vida en la frontera, la voluptuosidad
del verano brasilero.
Cuando el lunes por la mañana volví mi cama al modo sofá, terminé de
limpiar los restos del desayuno y me hice con las llaves, a penas contenía la
emoción de la aventura. Sentía esa especie de gracia viajera, la llamada ansiosa
de la ciudad.